Testigos de dos desalojos en el infierno zamorano

Vecinos de Melgar de Tera contemplan el fuego que se acerca a la localidad.

Por Tamara Crespo

Reportaje gráfico: Fidel Raso

–«A Melgar va derecho. Tened cuidado, que no salís de aquí».  

Jose, un chico joven, se acerca en su coche a advertir a los vecinos de una finca de vacas cercana a Melgar de Tera, la misma que en el anterior incendio de la Sierra de la Culebra, hace apenas un mes, vimos rodeada de cenizas, y que en ese momento no concebían que pudiera volver a pasarles algo igual. –«¡Que sí! Tened cuidado que no salís de aquí ¿eh?, que mira dónde está», reitera Jose. El muchacho, que habla sin bajarse del vehículo ni parar el motor, cuenta a los propietarios del ganado -unas hermosas vacas rubias que comen pienso un poco más atrás, rodeadas del bosque quemado en junio-, que el fuego está avanzando muy rápido. Una densa columna de humo, de un gris acerado y marrón se acerca, y nosotros ya hemos visto también las llamas un poco más adelante, bajando de las crestas de las colinas cercanas hacia los caminos. Es una imagen aterradora. 

Explotación ganadera ya afectada por el anterior incendio.

–«¿Pero cómo va a llegar aquí, si está ya todo quemado», pregunta uno. 

–«¿Qué cómo?, ¡pero si está quemando lo quemado!», resume el joven, que les enseña un video que acaba de grabar: –«En un momento, lo menos 300 metros ha avanzado». A una mujer que acababa de salir con el buzo de trabajo de la parte trasera de la nave la oímos decir: ­–«A mis vacas no». Jose sigue dando todo tipo de localizaciones de los parajes en los que se encuentran ya las llamas, «en las biondas…, donde la caseta del lobo… Que aquí llega, que ha atravesado ya la nacional», insiste.

 ­–«Ven con la cuba». –«¿Con la cuba?», responde él a la mujer, dando por hecho una lucha imposible. Como para calmarla, agrega —«A estas las das un arreón para allá y ya está». ­–«Sí, ¿y los chotos?, es la respuesta de la mujer antes de apartarse y sentarse nerviosa y cabizbaja en la puerta de la nave. –«Yo marcho, que aquí pierde uno la vida», concluye el joven antes de emprender la marcha.

El fuego, cerca de Melgar.

En esos momentos, en efecto, el fuego avanzaba hacia Melgar. ­­­­–«El problema en el pueblo es que hay muchos solares que están sucios, las casas viejas…, prende un solar y quema la barriada entera. Y se dedican a evacuar a la gente y veo bien que la gente mayor tenga que marchar, pero los jóvenes teníamos que quedar por eso», dice uno de los hombres de la granja. Es la primera queja de muchas que escucharíamos en las horas en que vivimos, con los vecinos de Melgar primero y de Pumarejo después, la evacuación de ambas poblaciones del valle del Tera, situadas a unos 40 kilómetros del epicentro del fuego, que comenzó un día antes en Losacio, al otro lado de la Sierra de la Culebra y que ya se había cobrado dos vidas, la de un brigadista y la de un pastor.

Nosotros nos dirigíamos a Sarracín de Aliste, base de los efectivos de Protección Civil, la misma que tuvieron hace un mes, donde estaban atendiendo, según nos contaba  Joseba Revidiego, jefe de la Agrupación de Toro, a 200 personas que no querían irse más lejos de sus pueblos, a Benavente o Zamora. De camino escuchamos que en Tábara estaba localizada por su parte la base de operaciones contra el fuego. Pero en Melgar, la situación se complicaba por momentos, así que por prudencia no pasamos de las vías del AVE. Estábamos rodeados de humo, las llamas se avistaban cerca y no se sabía qué dirección podían tomar, pues el fuerte viento cambiaba y las avivaba por momentos, convirtiéndolas en colosales columnas de fuego.

Un guardia informa a un vecino de Melgar.

Llegábamos a Melgar al tiempo que la Guardia Civil. Unos agentes avisaban del desalojo al primer vecino que se encontraban, Antonio, quien les proporcionaba el teléfono del alcalde, Ángel, en ese momento, en otras naves de ganado en las afueras, monte arriba, más cerca del fuego. 

Poco después llegaba también un autobús para recoger a los evacuados. La guardia civil buscaba con quién hablar. –«Han parado aquí, en la puerta del bar, pero claro, no hay nadie, a las dos y media  de la tarde por la calle no vas a encontrar a nadie, está la gente comiendo», explicaba un vecino al alcalde, que acababa de llamarle por teléfono. –¿Por dónde, por la puerta mía, donde el camino de Cejón?, preguntaba, siempre buscando ubicar el fuego quienes conocen sus pueblos como la palma de su mano. –«Si ya, la gente mayor… La que esté sola», contestaba. 

El autocar preparado para la evacuaciòn

­–«Vamos, para Zamora. Hay que evacuar». El conductor del autocar, Ángel, se dirige a un señor que se acerca. 

–«¡No hay cojones!», respondía el interpelado. 

–«Ves, no va a salir nadie», nos explicaba el conductor, que venía de recoger, o de intentar recoger, gente en Villanueva de las Peras y Morales de Valverde.

–«¿Que haceos, dejamos, las casas aquí? ¡Hombre, claro!, si hay que morir, se muere, pero con lo nuestro. Ya nos echaron una vez del pueblo y vine yo a las cinco de la mañana y si quieren robar el pueblo entero lo habrían robado, porque aquí no había ni dios, ¡ni dios!», grita ya el hombre, muy enfadado.

Como para darse la razón uno a otro respecto a la decisión de no marcharse, conductor y vecino auguran que el fuego no llegará al pueblo, aunque sin caer en la cuenta de que solo el humo ya es peligroso.

–«No se va a acercar. Yo ni me había enterado, venía de Benavente, marchaba a pescar». Él, como su vecino Antonio, es un «autóctono» del pueblo, de la misma edad, 70 años, se llama José Fernández.

Como a otros habitantes de la zona con los que hablamos, a José la falta tiempo para hablar de lo llenos de vida que estaban sus pueblos. Él va a pescar a Valparaíso, «donde nos dejan, hija, no tenemos otro sitio donde pescar, lo demás, todo está acotado. Valparaíso [el embalse del Tera] es el único sitio al que se puede ir a pescar libre». –«La de peces que había aquí cuando yo era pequeño» –cuenta  también el conductor, Jesús–, «truchas, barbos, de todo, gente con las redes…, y ahora vas y ni un pez». –«Uf, en cada pueblo había 20 o 30 redes», recuerda José.

Surge entonces otra queja recurrente: –«Siempre ha habido fuegos, pero los apagaban los del pueblo». Nos señala José las antiguas escuelas, «esto estaba lleno de niños». 

En ese momento, pasa un tractor con una cuba de agua, quien lo conduce preguntaba cómo llegar a una nave de ovejas, amenazada por las llamas. Le dan indicaciones. Al parecer, viene de Olleros. Al fondo de la plaza, la de las Eras de abajo, se ve a una señora mayor con bastón y dos jovencitos que contemplan la amenazante nube de humo que les asedia.

El bramido del fuego

A la salida del pueblo, en un cruce, uno de cuyos caminos conduce a Pumarejo, hay tres hombres que se han bajado de sus vehículos y observan con preocupación las llamas que se acercan al fondo del camino. Por primera vez escuchamos el bramido del fuego. Es un ruido aterrador. Las llamas, de un color vivísimo, el calor, el humo que convierte el sol en una esfera también del color del fuego… Inevitable no pensar en los animales salvajes: ­–«Aquí estaban todos, los del anterior incendio se habían venido para aquí». Cuando nos cuentan que algunos vecinos se iban «para la orilla del río» nos preguntamos hacia dónde pueden huir los animales. El más viejo de los presentes hace un poético símil entre el agua de un embalse y fuego, que avanza monte abajo: –«Pero si parece que están abriendo las compuertas del Agavanzal».Todos hablan de una finca o unas naves situadas hacia donde está el fuego, y de dónde hay agua a mano para usar en la extinción, «una manguera, un carro, un pozo, una bomba, pero claro, nada más…». Según cuentan «algo tienen limpiado» en el entorno, «pero el problema es que ahora no te puedes quedar ahí, de ahí ya no sales». Se quejan de que allí no se ve medio alguno contra el fuego, ni avionetas, ni helicópteros, ni bomberos, ni bulldozers… –«Lo que tenían es que estar ahí los helicópteros refrescando, pero no se ven, ponedlo ahí», piden a la periodista. «Si hay más frentes abiertos en otros sitios es que es imposible», concluye otro. Mientas hablamos del tema, el señor se acuerda del brigadista muerto en el incendio, «Daniel, que está de cuerpo presente en Ferreras de Abajo». «Si es que es un desastre, si no se ve movimiento… Estuvieron dos máquinas de la planta grandísimas, fuera de serie, pero ¿que pasó?, uno de los bomberos nos dijo que les mandaron para casa, podríamos haber hecho cortafuegos por ahí, nos dijo, pues nada… Si hoy en día hay máquinas de todo, hombre, que no saben mandar». 

Con vecinos de Melgar y de Pumarejo.

–«Dicen que han dicho: pues que se queme el monte. ¿Pero cómo se va a dejar quemar esto tan verde, lo que tenemos aquí…», se lamenta el hombre contemplando el desastre, los árboles ardiendo. La mujer le llama por teléfono: –«Está preocupada». Son de Pumarejo. Él se vuelve por el camino que llegó.

En Pumarejo, por el que habíamos pasado cuando el fuego parecía aún lejos, se repite la escena de Melgar, pero con las llamas y el humo más encima del pueblo. Vehículos todoterreno de la guardia civil con las luces encendidas. Unos recorren las calles avisando a los vecinos. Caras de desconcierto y de enfado, manos que se llevan a la boca, coches particulares que recogen a gente. Huele a quemado y todo tiene esa luz de apocalipsis que genera el humo. Suena un altavoz: —«Les habla la guardia civil. Hay que evacuar el pueblo». 

El incendio, en Pumarejo.

A cierta distancia, desde un camino, contemplamos el anillo de fuego sobre Pumarejo y, ahora sí, tres helicópteros que se afanan en medio de la humareda con sus cestos de agua, diminutos en la inmensidad del fuego. Suenan sirenas. Allí, tras el canal de riego, hay tres vecinos, Casimiro, Manolo y Jesús, este último, también de 70 años y también nacido en el lugar. Una mujer, ella, de Caramazana de Tera, se ha parado con su coche. Al igual que los vecinos de Melgar, sitúan con el detalle de quien tiene en la cabeza el plano exacto de su pueblo dónde se encuentran las llamas y hacia donde se mueven. –«Fíjate de dónde viene el aire, del sur, del manantial puro, se mete otra vez para Pumarejo… Pero es que mecagüen…, esto es un crimen, hombre, una ruina, y la segunda vez»… –«Si es que viene para aquí. Ya allí donde el primer humo está en el barrero, para acá de las bodegas», explica Jesús. Manolo interviene para expresar otra queja recurrente de la población: –«Oí al consejero…, que estaban hablando…, que mucho bla, bla, bla, y luego quieres podar un árbol y tienes problemas. No te dejan hacer nada. Quieres podar una encina, y siendo mía, que no sabré yo…, y es mejor dejarlas ahora quemar, encinas grandísimas así, hombre… Cuando vuelves a ver tú encinas como esas, en la vida».

Pasa un coche con un remolque de atracción de feria y preguntamos de dónde sale. En tres días son las fiestas en Pumarejo, las de Santiago, nos cuenta Jesús, que también nos ha estado hablando del pueblo de su juventud, de cuando hicieron el canal… Ese vehículo es una metáfora de la vida de estos pueblos que se va. 

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3 comentarios

  1. Madre mis, ¡qué infierno! Y que razón tienen los habitantes de la zona, una gran desidia por parte de la administración a la hora de limpiar el bosque. Me duele.

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